miércoles, 12 de mayo de 2021

INDICE Y PROLOGO DEL LIBRO: LOS DOSCIENTOS CINCO MARTIRES DEL JAPON. P. GIUSEPPE BOERO

 


LOS DOSCIENTOS CINCO

 MÁRTIRES DEL JAPON.

 

RELACION DE LA GLORIOSA MUERTE DE LOS MARTIRES, BEATIFICADOS POR EL SUMO PONTIFICE PIO IX, EL DIA 7 DE JULIO DE 1867.

 

Escrita por el R. P. Boero de la Compañía de Jesús, traducida del francés al español, por el R. P. Pablo Antonio del Niño Jesús, Carmelita.

 

MEXICO.

 

Imprenta de J. M. Lara,

 calle de la Palma núm. 4.

1869.

 

 Tomada de internet de Biblioteca Digital Hispánica

 

INDICE.


PROLOGO DEL TRADUCTOR


CAPITULO I.— Persecuciones contra la religión cristiana en e1 Japón; atrocidad de los tormentos, y gran número de mártires

 

CAPITULO II.- Martirio del bienaventurado Pedro de la Asunción, sacerdote de la Orden de San Francisco, y del bienaventurado Juan Bautista Machado de Tavora, sacerdote de la Compañía de Jesús, el 22 de Mayo de 1617.

 

CAPITULO III.- Los bienaventurados Alfonso Navarrete, sacerdote dominico; Fernando de San José, sacerdote agustino, y León Janaca, catequista los de la Compañía de Jesús, I de Junio de 1617.

 

CAPITULO IV. — Los bienaventurados Gaspar Fisegiro, y Andrés Gioxinda, japoneses, el I de Octubre de 1617.

 

CAPITULO V.—El Bienaventurado Juan de Santa Murta, sacerdote del Orden franciscano, decapitado en Meaco e1 16 de Agosto de 1618.

 

CAPITULO VI.— Muerte del bienaventurado Juan de Santo Domingo, sacerdote dominico, en la prisión de Suzuta, e1 19 de marzo de 1619.

 

CAPITULO VII.— Cinco mártires, quemados vivos en Nagasaki e1 18 de Noviembre de 1619.

 

CAPITULO VIII.— Once mártires, decapitados en Nangasaki, e1 27 de Noviembre de 1619.

 

CAPITULO IX.— EI bienaventurado Ambrosio Fernández, jesuita, muerto en la prisión, a consecuencia de los malos tratamientos, e1 día 7 de Enero de 1620.

 

CAPITULO X.— Muere en los suplicios de Nagasaki e1 día 22 de Mayo de 1620, el bienaventurado Matías de Arima, catequista de los Padres de la Compañía de Jesús.

 

CAPITULO XI.— Cinco cristianos crucificados en Cocura, en el reino de Bugen, el día 16 de Agosto de 1620.

 

CAPITULO XII.— El bienaventurado Agustin Ota, jesuita, decapitado el 10 de Agosto de 1622.

 

CAPITULO XIII.— Tres mártires quemados vivos, y otros doce decapitados en Nagasaki el 19 de Agosto de 1622.

 

CAPITULO XIV.- El grande martirio — Veintidós confesores de Jesucristo quemados vivos, y otros treinta decapitados en Nagasaki el 10 de Septiembre  de 1622.

 

CAPITULO  XV.— EI bienaventurado Gaspar Cotenda, catequista de los Padres jesuitas, fue en unión de dos niños, decapitado en Nagasaki el día 11 e Septiembre de 1622.

 

CAPITULO XVI.— Tres religiosos de Santo Domingo, y otros tres de San Francisco, quemados vivos en Omura el 12 de Septiembre de 1622.

 

CAPITULO XVII.— Muerte maravillosa del B. Padre Camilo Constazo de Compañía de Jesús quemado vivo en Firando el 15 de septiembre de 1622.

 

CAPITULO XVIII.- Un confesor de la fe quemado vivo, y otros tres decapitados en Nagasaki, el día 2 de Octubre de 1622.

 

CAPITULO XIX.— EI bienaventurado Padre Pedro Pablo Navarro, jesuita, fue quemado vivo con otros tres en Ximabara, el 1 de  Noviembre de 1622.

 

CAPITULO XX.— Los bienaventurados Padres Francisco Galvez, franciscano, y Gerónimo de Angelis, jesuita, quemados  vivos con el Simon Yempo, en Yendo: el día 4 de Diciembre de 1623.

 

CAIPITULO XXI.— Muerte cruel del B. Padre Jacobo Carvallo, jesuita, belado en el agua el 22  de Febrero de 1624.

 

CAPITULO XXII.— Cinco religiosos de diversas órdenes quemados vivos en Xinabara el 25 Agosto 1624.

 

CAPITULO XXIII . — Cayo de Corea catequista de los Padres jesuitas, quemado vivo en Nagasaki el 15 de Noviembre de 1624.

 

CAPITULO XXIV.- El día 20 de Junio de 1626, son quemados vivos en Nagasaki el B. Padre Francisco Pacheco, y otros Ocho religiosos de la Orden Compañía de Jesús.

 

CAPITULO XXV.— Juli0 12 de 1626.—Muerte de los ocho huéspedes de los Padres Pacheco, Zola y de Torres en Nagasaki. Hecho maravilloso de uno de ellos. Muere la prisión Mancio Araki.

 

CAPITULO XXVI.— EI bienaventurado Padre Luis Beltrán y dos hermanos legos de la Orden de Santo Domingo, quemados en Omura el 29 de Julio de 1627.

 

CAPITULO XXVII.— Siete cristianos quemados y ocho decapitados en Nagasaki el dia 17 de agosto 1627.

 

CAPITULO XXVIII.— Son quemados en Nagasaki, el 7 de Septiembre de 1627, el B. Padre Tomás Tzugi y otros dos seglares.

 

CAPITULO XXIX.- Doce confesores de la fe quemados y diez decapitados en Nagasaki el día 8 de septiembre de 1628.

 

CAPITULO XXX.— Tres terceros de Santo Domingo decapitados en Nagasaki el día 16 de Setiembre de 1628.

 

CAPITULO XXXI.— Miguel Nacaxima, jesuita, recibe la corona de mártir con nuevos y horribles tormentos el 25 de Diciembre 1628.

 

CAPITULO XXXII.— Gran número de mártires sacrificados en cuatro años, entre los que había seis japoneses del Tercer Orden de San Agustín, decapitados el 28 de Septiembre de 1630.

 

CAPITULO XXXIII.- Tres sacerdotes de San Agustín, uno de la Compañía de Jesús, un hermano lego de San Francisco y un sacerdote secular del Tercer Orden de San Agustín, atormentados, primero por las aguas ardientes del Monte Ungen, y después quemados vivos en Nagagaki el día 8 de Septiembre de 1632.

 

CAPITULO XXXIV.- Condición de los doscientos cinco mártires. Destrucción de la cristiandad del Japón. Esperanzas para el porvenir.

 

CAPITULO XXXV.-  Prodigios con que en diferentes épocas Dios ha glorificado a los bienaventurados mártires .

 

CAPITULO XXXVI.- Actas de beatificación.

 

CATALOGO de los doscientos cinco mártires, según el orden de su martirio.

 

APENDICE. Breve compendio de la historia particular de los tres mexicanos: San Felipe de Jesús, y los Beatos Bartolomé Laurel y Bartolomé Gutiérrez, y los demás santos bienaventurados que vivieron en México, por Pablo Antonio del Niño Jesús, carmelita.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

J. M. J.

 

PRÓLOGO DEL TRADUCTOR.

 

El día 7 de Julio del año de 1867, el inmortal y célebre Pontífice Pio IX, agregó al catálogo de los bienaventurados a doscientos cinco ilustres católicos, que por la confesión pública de su fe, hace dos siglos fueron martirizados y murieron heroicamente en el Japón.

El Breve, en que Su Santidad anuncia al orbe católico esta nueva de grande gozo fue publicado solemnemente en dicho día, con toda la pompa y majestad acostumbrada por la Iglesia Romana, en actos tan remarcables e Importantes. Una copia fiel y verdadera se hallará al fin de esta ligera historia, imprimiéndole el sello de la autenticidad.

¿Qué significa hoy día este acontecimiento? ¿Qué bienes se derivan de él para la sociedad en general? ¿Qué importancia particular puede tener entre nosotros? He aquí tres preguntas que desde luego ocurren, y cuya respuesta será el asunto de mi prólogo. Someramente las satisfaceré, preparando de esta suerte los ánimos cristianos, para que lean y mediten con fruto la relación histórica del triunfo de esos gloriosos mártires, que examinada á la luz de la razón y de la fe, no es otra cosa que la continuación de esa grande y magnífica epopeya cristiana, que comenzó en Jerusalén en la noble y simpática persona de San Esteban diácono, y que terminará en los remotos tiempos cuya noticia se ha reservado Dios.

La beatificación de esos doscientos cinco mártires, entre los que se cuentan religiosos, sacerdotes seculares, hombres de jerarquía elevada, delicadas mujeres, ancianos octogenarios de ambos sexos, bizarros jóvenes y hasta niños tiernísimos que apenas tenían conciencia de su propia existencia, es un nuevo o insoluble argumento de la divinidad de la fe católica, que jamás podrán destruir con sus titánicos esfuerzos esas bellas inteligencias, que llamándose filósofos, o deístas, o racionalistas, se han impuesto la innoble tarea de combatir toda verdad por evidente que sea, y toda doctrina, aun la más hermosa y humanitaria, con tal que lleve el sello del catolicismo. Y dije, que es un nuevo é insoluble argumento, no porque antes de él no hubiera habido semejante, siendo que desde el sacrificio del glorioso Esteban, nuestros mártires se cuentan por millones; sino porque siempre es grato y consolatorio observar que en estos últimos siglos se renueven los milagros de abnegación y de heroísmo que inmortalizaron los primitivos de la Iglesia.

Una doctrina que, por espacio de mil ochocientos años, invariablemente ha producido unos mismos efectos en las cinco partes del globo; que ha inspirado un mismo espíritu a hombres de diversas nacionalidades, de diferentes razas, de distintas condiciones y talentos, de costumbres varias, -y hasta de intereses encontrados; y que por esa uniforme inspiración han sabido sacrificar con gusto cuanto hay de más querido y grato al corazón; esa doctrina no puede menos que ser verdadera, y única celestial. Que los filósofos, que los protestantes en sus centuplicadas ramificaciones, que los racionalistas en fin, nos presenten un hecho semejante en los fastos de la humanidad, fuera de la Iglesia católica, y con solo esto. les concederemos los honores del triunfo. Entre tanto, estamos en nuestro derecho de decir, que se extravían del camino de la verdad; estamos en nuestro derecho de lamentar y de compadecer la ceguedad o mala fe de los que, despreciando la enseñanza católica, corrompen la sinceridad del lenguaje, desnaturalizan los derechos de la verdad, y cerrando voluntariamente los ojos a la luz esplendorosa de la revelación, la combaten con injurias, con odios y cruel persecución.

He aquí, a mi modo de ver, lo que significa la solemne beatificación de esos ínclitos héroes, realizada en este siglo tan sensualista como racionalista. La Providencia Divina por medio de la Iglesia Romana, le recuerda que hay un Dios y una sola religión verdadera; le convida al examen filosófico  concienzudo de la verdad revelada; le invita volver sobre sus pasos, y a gustar las dulzuras de la civilización católica; y por último, le pone en evidencia, porque, o abraza la fe de la Iglesia Romana declarándose vencido, o de lo contrario, se consignará en la historia de los siglos; que el Décimo Noveno no quiso oír, por no verse obligado a obrar bien. ¡Pobre siglo!

Esta conclusión deja ya columbrar los bienes que para la sociedad se derivan de esa solemne beatificación, tan desatendida de los espíritus superficiales y poco observadores. La sociedad, como los indignos, necesita lecciones, necesita ejemplos, necesita estímulos, recompensas y honores; y la sociedad cristiana, la sociedad civilizada por el Evangelio, recoge todos esos bienes de la declaración solemne hecha por el grande Pontífice Romano, mediante la cual consignó en los anales de la Iglesia con caracteres más indelebles que los grabados en el bronce, que doscientos cinco católicos asiáticos, europeos y americanos gozan de la visión beatífica hace más de dos siglos. Los que murieron generosamente en defensa de la revelación y del noble ejercicio de la santa libertad humana; los que amaron a la humanidad al extremo de sacrificarse por civilizarla; los que al morir, con la imperturbable serenidad del justo, hicieron temblar a sus verdugos y confundieron a los tiranos opresores de la humanidad, a los enemigos de la verdad, de la libertad y de la civilización; sin disputas merecen bien ser elevados a los santos altares, y dejarse ver desde tan sublime altura como maestros y ejemplos vivos de la sociedad; merecen bien esa recompensa, esa aureola de honor casi divino que ennoblece sus sienes, y que a un mismo tiempo es un estímulo para la virtud, y un consuelo para todos los corazones trabajados por la adversidad, y heridos por la injusticia de los hombres.

Además, siendo como es, la pasajera adversidad del justo, y la todavía más pasajera prosperidad del impío, una palmaria y tremenda demostración de la vida futura, de esa región eterna, donde se desarrolla en su magnífico conjunto el sistema divino de las penas sin termino, y de las recompensas infinitas, la declaración infalible de la gloria de nuestros santos mártires, angustiados hasta la muerte, viene a levantar el ánimo abatido por la persecución anticristiana; viene a confirmar los fieles en la fe de la Iglesia católica; viene en fin, a destruir ese sombrío argumento de la prosperidad de los malvados que a arece insoluble, y que se presenta con fuerza formidable en los momentos crueles en que el dolor anubla la luz hermosa de nuestra inteligencia.

¿Qué bien más apreciable que la confirmación de las grandes verdades religiosas, que regeneran a la sociedad, y le colocan en un sendero. que indeclinablemente conduce al fin de su alta institución?

Diré todavía dos palabras. La glorificación de los heroicos mártires tiene una importancia de aplicación particular, a los intereses católicos de México. Tal vez algunos publicistas, tal vez algunos novelistas, o folletinistas imberbes se burlen de mi apreciación; esto no me sorprenderá, porque sé muy bien, que a esa clase de sabios, no les es dado computar el valor de aquel grande suceso en sus relaciones religiosas con nuestra sociedad. Pero el hombre de fe, el hombre de ilustrado criterio, que comprende lo que es la solidaridad de los méritos y de las virtudes sociales, el hombre en fin, que haya consagrado algunos momentos de su vida al estudio de la religión y de la filosofía de la historia, confesará que si no han de borrarse de nuestros fastos nacionales los hechos gloriosos de muchos mexicanos, séanlo por adopción o por el nacimiento, México siempre se honrará de haber contribuido con las luces, con los tesoros, y con la sangre de sus hijos, a la obra más bella y más humanitaria... la difusión de la verdad, la propaganda de la civilización católica.

Pues bien. México, allá en sus remotas épocas de fe, aprontó sus tesoros, armando en los puertos del Océano pacífico bajeles que condujeran a las costas del Asia mil evangelizadores de la paz, de los que ha dicho un sabio:

 

"que sin romper ninguno de "los vínculos con que plugo a la Divina Providencia ligar al hombre al suelo que le vio nacer, y respetando religiosamente todas las condiciones que fundan la nacionalidad y la patria, al predicar el Evangelio, iban a enlazar al Nuevo Mundo "con su cuna, dejando en pos de sí nuevos caminos abiertos al cambio de las producciones y de la industria; preparando de esta suerte para un porvenir más o menos lejano, el terreno a las transacciones políticas y comerciales que ligan y unifican los intereses de la humanidad”.

 

Quince de esos nobles apóstoles (después del protomártir mexicano Felipe de Jesús, que años atrás les había señalado el camino de la inmortalidad) pueden llamarse hijos de la patria, aunque no todos hayan nacido en México. Si los bienaventurados Bartolomé Gutiérrez y Bartolomé Laurel, franciscano éste, y agustiniano aquél, nacieron entre nosotros, y la primera luz que vieron, fue la misma hermosísima que nosotros vimos, los trece restantes vivieron en nuestras ciudades, recorrieron nuestras calles y nuestros caminos, nos enseñaron su doctrina, nos edificaron con sus ejemplos, y entonces como hoy, nos hicieron participantes de su gloria. Nacieron en Europa, pero sus virtudes se desarrollaron en México, y amaron a esta patria, siquiera como el valiente veterano ama al suelo en que lució sus armas y conquistó su honor. Esto, ¿significa algo? ¿tiene algún valor digno de la estimación de los hombres que aman la verdad y admiran la virtud?

Si los altos honores del culto decretados en favor de estos héroes, si las virtudes teológicas, morales, y sociales de que son bellísimo modelo, si el acceso fácil que por sus grandes méritos, tienen ante la Majestad de Dios, no son palabras vanas, ni hechos sin relación alguna con la sociedad, ni creencias destituidas de fundamento sólido, México como nación católica, y como patria de los Ínclitos mártires, debe estar santamente enorgullecida de poder presentar en su historia, un número considerable de sus hijos, que honrándole sobre todos lo que honrarle pudieran, cuidarán además de sus destinos religiosos en la presencia del Señor.

Este interés, el principal y más noble a la vez para todo católico, inspiró el saludable designio de publicar los interesantes pormenores de su gran sacrificio, y de renovar la memoria de sus virtudes y su fe, y para esto además de las noticias que nos suministra el honorable escritor europeo en su compendio histórico, cuya traducción ofrezco al público cristiano, en un apéndice ligero añadiré muchas otras dignas de estimación é ignoradas casi generalmente hasta hoy.

Escribiré con verdad, porque mis datos son auténticos, pero con timidez, porque me asiste la conciencia de no poseer los dotes de escritor; escribiré con tristeza, porque la filosofía de la historia me obliga a parangonar tiempos con tiempos, pero esto no impedirá que escriba con satisfacción muy cumplida, porque, séame lícito decirlo, mi corazón católico, mi corazón mexicano, se entusiasma con los triunfos del Evangelio, y con las positivas glorias de su patria. ¡Qué Dios bendiga y fecunde mi pequeño trabajo para bien de la Iglesia de México!

Pablo Antonio del Niño Jesús

Carmelita.

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