LOS
DOSCIENTOS CINCO
MÁRTIRES DEL JAPON.
RELACION
DE LA GLORIOSA MUERTE DE LOS MARTIRES, BEATIFICADOS POR EL SUMO PONTIFICE PIO
IX, EL DIA 7 DE JULIO DE 1867.
Escrita
por el R. P. Boero de la Compañía de Jesús, traducida del francés al español,
por el R. P. Pablo Antonio del Niño Jesús, Carmelita.
MEXICO.
Imprenta de J. M. Lara,
calle de la Palma núm. 4.
1869.
INDICE.
PROLOGO DEL TRADUCTOR
CAPITULO I.— Persecuciones
contra la religión cristiana en e1 Japón; atrocidad de los tormentos, y gran
número de mártires
CAPITULO II.- Martirio del
bienaventurado Pedro de la Asunción, sacerdote de la Orden de San Francisco, y
del bienaventurado Juan Bautista Machado de Tavora, sacerdote de la Compañía de
Jesús, el 22 de Mayo de 1617.
CAPITULO III.- Los
bienaventurados Alfonso Navarrete, sacerdote dominico; Fernando de San José, sacerdote
agustino, y León Janaca, catequista los de la Compañía de Jesús, I de Junio de
1617.
CAPITULO IV. — Los
bienaventurados Gaspar Fisegiro, y Andrés Gioxinda, japoneses, el I de Octubre
de 1617.
CAPITULO V.—El Bienaventurado
Juan de Santa Murta, sacerdote del Orden franciscano, decapitado en Meaco e1 16
de Agosto de 1618.
CAPITULO VI.— Muerte del
bienaventurado Juan de Santo Domingo, sacerdote dominico, en la prisión de
Suzuta, e1 19 de marzo de 1619.
CAPITULO VII.— Cinco mártires,
quemados vivos en Nagasaki e1 18 de Noviembre de 1619.
CAPITULO VIII.— Once
mártires, decapitados en Nangasaki, e1 27 de Noviembre de 1619.
CAPITULO IX.— EI
bienaventurado Ambrosio Fernández, jesuita, muerto en la prisión, a consecuencia
de los malos tratamientos, e1 día 7 de Enero de 1620.
CAPITULO X.— Muere en los
suplicios de Nagasaki e1 día 22 de Mayo de 1620, el bienaventurado Matías de
Arima, catequista de los Padres de la Compañía de Jesús.
CAPITULO XI.— Cinco
cristianos crucificados en Cocura, en el reino de Bugen, el día 16 de Agosto de
1620.
CAPITULO XII.— El
bienaventurado Agustin Ota, jesuita, decapitado el 10 de Agosto de 1622.
CAPITULO XIII.— Tres
mártires quemados vivos, y otros doce decapitados en Nagasaki el 19 de Agosto
de 1622.
CAPITULO XIV.- El grande
martirio — Veintidós confesores de Jesucristo quemados vivos, y otros treinta
decapitados en Nagasaki el 10 de Septiembre
de 1622.
CAPITULO XV.— EI bienaventurado Gaspar Cotenda, catequista
de los Padres jesuitas, fue en unión de dos niños, decapitado en Nagasaki el día
11 e Septiembre de 1622.
CAPITULO XVI.— Tres religiosos
de Santo Domingo, y otros tres de San Francisco, quemados vivos en Omura el 12 de
Septiembre de 1622.
CAPITULO XVII.— Muerte
maravillosa del B. Padre Camilo Constazo de Compañía de Jesús quemado vivo en Firando
el 15 de septiembre de 1622.
CAPITULO XVIII.- Un
confesor de la fe quemado vivo, y otros tres decapitados en Nagasaki, el día 2
de Octubre de 1622.
CAPITULO XIX.— EI
bienaventurado Padre Pedro Pablo Navarro, jesuita, fue quemado vivo con otros
tres en Ximabara, el 1 de Noviembre de
1622.
CAPITULO XX.— Los
bienaventurados Padres Francisco Galvez, franciscano, y Gerónimo de Angelis,
jesuita, quemados vivos con el Simon
Yempo, en Yendo: el día 4 de Diciembre de 1623.
CAIPITULO XXI.— Muerte
cruel del B. Padre Jacobo Carvallo, jesuita, belado en el agua el 22 de Febrero de 1624.
CAPITULO XXII.— Cinco
religiosos de diversas órdenes quemados vivos en Xinabara el 25 Agosto 1624.
CAPITULO XXIII . — Cayo de
Corea catequista de los Padres jesuitas, quemado vivo en Nagasaki el 15 de
Noviembre de 1624.
CAPITULO XXIV.- El día 20
de Junio de 1626, son quemados vivos en Nagasaki el B. Padre Francisco Pacheco,
y otros Ocho religiosos de la Orden Compañía de Jesús.
CAPITULO XXV.— Juli0 12
de 1626.—Muerte de los ocho huéspedes de los Padres Pacheco, Zola y de Torres
en Nagasaki. Hecho maravilloso de uno de ellos. Muere la prisión Mancio Araki.
CAPITULO XXVI.— EI bienaventurado
Padre Luis Beltrán y dos hermanos legos de la Orden de Santo Domingo, quemados en
Omura el 29 de Julio de 1627.
CAPITULO XXVII.— Siete cristianos
quemados y ocho decapitados en Nagasaki el dia 17 de agosto 1627.
CAPITULO XXVIII.— Son
quemados en Nagasaki, el 7 de Septiembre de 1627, el B. Padre Tomás Tzugi y otros
dos seglares.
CAPITULO XXIX.- Doce
confesores de la fe quemados y diez decapitados en Nagasaki el día 8 de
septiembre de 1628.
CAPITULO XXX.— Tres terceros
de Santo Domingo decapitados en Nagasaki el día 16 de Setiembre de 1628.
CAPITULO XXXI.— Miguel Nacaxima,
jesuita, recibe la corona de mártir con nuevos y horribles tormentos el 25 de
Diciembre 1628.
CAPITULO XXXII.— Gran número
de mártires sacrificados en cuatro años, entre los que había seis japoneses del
Tercer Orden de San Agustín, decapitados el 28 de Septiembre de 1630.
CAPITULO XXXIII.- Tres sacerdotes
de San Agustín, uno de la Compañía de Jesús, un hermano lego de San Francisco y
un sacerdote secular del Tercer Orden de San Agustín, atormentados, primero por
las aguas ardientes del Monte Ungen, y después quemados vivos en Nagagaki el día
8 de Septiembre de 1632.
CAPITULO XXXIV.- Condición
de los doscientos cinco mártires. Destrucción de la cristiandad del Japón.
Esperanzas para el porvenir.
CAPITULO XXXV.- Prodigios con que en diferentes épocas Dios ha
glorificado a los bienaventurados mártires .
CAPITULO XXXVI.- Actas de
beatificación.
CATALOGO de los
doscientos cinco mártires, según el orden de su martirio.
APENDICE. Breve compendio
de la historia particular de los tres mexicanos: San Felipe de Jesús, y los
Beatos Bartolomé Laurel y Bartolomé Gutiérrez, y los demás santos
bienaventurados que vivieron en México, por Pablo Antonio del Niño Jesús,
carmelita.
J.
M. J.
PRÓLOGO
DEL TRADUCTOR.
El
día 7 de Julio del año de 1867, el inmortal y célebre Pontífice Pio IX, agregó
al catálogo de los bienaventurados a doscientos cinco ilustres católicos, que
por la confesión pública de su fe, hace dos siglos fueron martirizados y
murieron heroicamente en el Japón.
El
Breve, en que Su Santidad anuncia al orbe católico esta nueva de grande gozo fue
publicado solemnemente en dicho día, con toda la pompa y majestad acostumbrada
por la Iglesia Romana, en actos tan remarcables e Importantes. Una copia fiel y
verdadera se hallará al fin de esta ligera historia, imprimiéndole el sello de
la autenticidad.
¿Qué
significa hoy día este acontecimiento? ¿Qué bienes se derivan de él para la
sociedad en general? ¿Qué importancia particular puede tener entre nosotros? He
aquí tres preguntas que desde luego ocurren, y cuya respuesta será el asunto de
mi prólogo. Someramente las satisfaceré, preparando de esta suerte los ánimos cristianos,
para que lean y mediten con fruto la relación histórica del triunfo de esos
gloriosos mártires, que examinada á la luz de la razón y de la fe, no es otra
cosa que la continuación de esa grande y magnífica epopeya cristiana, que
comenzó en Jerusalén en la noble y simpática persona de San Esteban diácono, y
que terminará en los remotos tiempos cuya noticia se ha reservado Dios.
La
beatificación de esos doscientos cinco mártires, entre los que se cuentan
religiosos, sacerdotes seculares, hombres de jerarquía elevada, delicadas
mujeres, ancianos octogenarios de ambos sexos, bizarros jóvenes y hasta niños
tiernísimos que apenas tenían conciencia de su propia existencia, es un nuevo o
insoluble argumento de la divinidad de la fe católica, que jamás podrán
destruir con sus titánicos esfuerzos esas bellas inteligencias, que llamándose
filósofos, o deístas, o racionalistas, se han impuesto la innoble tarea de
combatir toda verdad por evidente que sea, y toda doctrina, aun la más hermosa
y humanitaria, con tal que lleve el sello del catolicismo. Y dije, que es un
nuevo é insoluble argumento, no porque antes de él no hubiera habido semejante,
siendo que desde el sacrificio del glorioso Esteban, nuestros mártires se
cuentan por millones; sino porque siempre es grato y consolatorio observar que
en estos últimos siglos se renueven los milagros de abnegación y de heroísmo
que inmortalizaron los primitivos de la Iglesia.
Una
doctrina que, por espacio de mil ochocientos años, invariablemente ha producido
unos mismos efectos en las cinco partes del globo; que ha inspirado un mismo
espíritu a hombres de diversas nacionalidades, de diferentes razas, de
distintas condiciones y talentos, de costumbres varias, -y hasta de intereses
encontrados; y que por esa uniforme inspiración han sabido sacrificar con gusto
cuanto hay de más querido y grato al corazón; esa doctrina no puede menos que
ser verdadera, y única celestial. Que los filósofos, que los protestantes en
sus centuplicadas ramificaciones, que los racionalistas en fin, nos presenten
un hecho semejante en los fastos de la humanidad, fuera de la Iglesia católica,
y con solo esto. les concederemos los honores del triunfo. Entre tanto, estamos
en nuestro derecho de decir, que se extravían del camino de la verdad; estamos
en nuestro derecho de lamentar y de compadecer la ceguedad o mala fe de los
que, despreciando la enseñanza católica, corrompen la sinceridad del lenguaje,
desnaturalizan los derechos de la verdad, y cerrando voluntariamente los ojos a
la luz esplendorosa de la revelación, la combaten con injurias, con odios y
cruel persecución.
He
aquí, a mi modo de ver, lo que significa la solemne beatificación de esos
ínclitos héroes, realizada en este siglo tan sensualista como racionalista. La
Providencia Divina por medio de la Iglesia Romana, le recuerda que hay un Dios
y una sola religión verdadera; le convida al examen filosófico concienzudo de la verdad revelada; le invita
volver sobre sus pasos, y a gustar las dulzuras de la civilización católica; y
por último, le pone en evidencia, porque, o abraza la fe de la Iglesia Romana
declarándose vencido, o de lo contrario, se consignará en la historia de los
siglos; que el Décimo Noveno no quiso oír, por no verse obligado a obrar bien. ¡Pobre
siglo!
Esta
conclusión deja ya columbrar los bienes que para la sociedad se derivan de esa
solemne beatificación, tan desatendida de los espíritus superficiales y poco
observadores. La sociedad, como los indignos, necesita lecciones, necesita
ejemplos, necesita estímulos, recompensas y honores; y la sociedad cristiana,
la sociedad civilizada por el Evangelio, recoge todos esos bienes de la
declaración solemne hecha por el grande Pontífice Romano, mediante la cual
consignó en los anales de la Iglesia con caracteres más indelebles que los
grabados en el bronce, que doscientos cinco católicos asiáticos, europeos y
americanos gozan de la visión beatífica hace más de dos siglos. Los que
murieron generosamente en defensa de la revelación y del noble ejercicio de la
santa libertad humana; los que amaron a la humanidad al extremo de sacrificarse
por civilizarla; los que al morir, con la imperturbable serenidad del justo,
hicieron temblar a sus verdugos y confundieron a los tiranos opresores de la
humanidad, a los enemigos de la verdad, de la libertad y de la civilización;
sin disputas merecen bien ser elevados a los santos altares, y dejarse ver
desde tan sublime altura como maestros y ejemplos vivos de la sociedad; merecen
bien esa recompensa, esa aureola de honor casi divino que ennoblece sus sienes,
y que a un mismo tiempo es un estímulo para la virtud, y un consuelo para todos
los corazones trabajados por la adversidad, y heridos por la injusticia de los
hombres.
Además,
siendo como es, la pasajera adversidad del justo, y la todavía más pasajera
prosperidad del impío, una palmaria y tremenda demostración de la vida futura,
de esa región eterna, donde se desarrolla en su magnífico conjunto el sistema
divino de las penas sin termino, y de las recompensas infinitas, la declaración
infalible de la gloria de nuestros santos mártires, angustiados hasta la
muerte, viene a levantar el ánimo abatido por la persecución anticristiana;
viene a confirmar los fieles en la fe de la Iglesia católica; viene en fin, a
destruir ese sombrío argumento de la prosperidad de los malvados que a arece
insoluble, y que se presenta con fuerza formidable en los momentos crueles en
que el dolor anubla la luz hermosa de nuestra inteligencia.
¿Qué
bien más apreciable que la confirmación de las grandes verdades religiosas, que
regeneran a la sociedad, y le colocan en un sendero. que indeclinablemente
conduce al fin de su alta institución?
Diré
todavía dos palabras. La glorificación de los heroicos mártires tiene una importancia
de aplicación particular, a los intereses católicos de México. Tal vez algunos
publicistas, tal vez algunos novelistas, o folletinistas imberbes se burlen de
mi apreciación; esto no me sorprenderá, porque sé muy bien, que a esa clase de
sabios, no les es dado computar el valor de aquel grande suceso en sus
relaciones religiosas con nuestra sociedad. Pero el hombre de fe, el hombre de
ilustrado criterio, que comprende lo que es la solidaridad de los méritos y de
las virtudes sociales, el hombre en fin, que haya consagrado algunos momentos
de su vida al estudio de la religión y de la filosofía de la historia,
confesará que si no han de borrarse de nuestros fastos nacionales los hechos
gloriosos de muchos mexicanos, séanlo por adopción o por el nacimiento, México
siempre se honrará de haber contribuido con las luces, con los tesoros, y con
la sangre de sus hijos, a la obra más bella y más humanitaria... la difusión de
la verdad, la propaganda de la civilización católica.
Pues
bien. México, allá en sus remotas épocas de fe, aprontó sus tesoros, armando en
los puertos del Océano pacífico bajeles que condujeran a las costas del Asia
mil evangelizadores de la paz, de los que ha dicho un sabio:
"que
sin romper ninguno de "los vínculos con que plugo a la Divina Providencia
ligar al hombre al suelo que le vio nacer, y respetando religiosamente todas
las condiciones que fundan la nacionalidad y la patria, al predicar el
Evangelio, iban a enlazar al Nuevo Mundo "con su cuna, dejando en pos de
sí nuevos caminos abiertos al cambio de las producciones y de la industria;
preparando de esta suerte para un porvenir más o menos lejano, el terreno a las
transacciones políticas y comerciales que ligan y unifican los intereses de la
humanidad”.
Quince
de esos nobles apóstoles (después del protomártir mexicano Felipe de Jesús, que
años atrás les había señalado el camino de la inmortalidad) pueden llamarse
hijos de la patria, aunque no todos hayan nacido en México. Si los
bienaventurados Bartolomé Gutiérrez y Bartolomé Laurel, franciscano éste, y
agustiniano aquél, nacieron entre nosotros, y la primera luz que vieron, fue la
misma hermosísima que nosotros vimos, los trece restantes vivieron en nuestras
ciudades, recorrieron nuestras calles y nuestros caminos, nos enseñaron su doctrina,
nos edificaron con sus ejemplos, y entonces como hoy, nos hicieron
participantes de su gloria. Nacieron en Europa, pero sus virtudes se desarrollaron
en México, y amaron a esta patria, siquiera como el valiente veterano ama al
suelo en que lució sus armas y conquistó su honor. Esto, ¿significa algo?
¿tiene algún valor digno de la estimación de los hombres que aman la verdad y
admiran la virtud?
Si
los altos honores del culto decretados en favor de estos héroes, si las virtudes
teológicas, morales, y sociales de que son bellísimo modelo, si el acceso fácil
que por sus grandes méritos, tienen ante la Majestad de Dios, no son palabras
vanas, ni hechos sin relación alguna con la sociedad, ni creencias destituidas
de fundamento sólido, México como nación católica, y como patria de los
Ínclitos mártires, debe estar santamente enorgullecida de poder presentar en su
historia, un número considerable de sus hijos, que honrándole sobre todos lo
que honrarle pudieran, cuidarán además de sus destinos religiosos en la
presencia del Señor.
Este
interés, el principal y más noble a la vez para todo católico, inspiró el
saludable designio de publicar los interesantes pormenores de su gran
sacrificio, y de renovar la memoria de sus virtudes y su fe, y para esto además
de las noticias que nos suministra el honorable escritor europeo en su
compendio histórico, cuya traducción ofrezco al público cristiano, en un
apéndice ligero añadiré muchas otras dignas de estimación é ignoradas casi generalmente
hasta hoy.
Escribiré
con verdad, porque mis datos son auténticos, pero con timidez, porque me asiste
la conciencia de no poseer los dotes de escritor; escribiré con tristeza,
porque la filosofía de la historia me obliga a parangonar tiempos con tiempos,
pero esto no impedirá que escriba con satisfacción muy cumplida, porque, séame
lícito decirlo, mi corazón católico, mi corazón mexicano, se entusiasma con los
triunfos del Evangelio, y con las positivas glorias de su patria. ¡Qué Dios bendiga
y fecunde mi pequeño trabajo para bien de la Iglesia de México!
Pablo Antonio del
Niño Jesús
Carmelita.
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