sábado, 15 de mayo de 2021

CAPITULO 1: LA GRANDE PERSECUSION JAPONESA

´


 LOS DOSCIENTOS CINCO MARTIRES.

 

CAPITULO 1.

 

Persecuciones contra la religión cristiana en el Japón; atrocidad de los tormentos, y gran número de mártires.

 

La Iglesia del Japón, aunque de fundación reciente, ha sido una de las más ilustres por los ejemplos que nos ha dado de su inquebrantable constancia en la fe. El Apóstol San Francisco Javier, fue el primero que en 1549, llevó la luz del Evangelio a ese tan apartado imperio. Durante veintisiete meses recorrió las ciudades principales, penetró hasta Meaco su capital, y a través de mil peligros y con fatigas inauditas, logró convertir a la religión cristiana un gran número de prosélitos, cuyo cuidado confió al celo de sus sucesores. Bajo el reinado de Nobunanga, y en los cinco primeros años de Taicosama, tuvo tal incremento el cristianismo, que el número de los fieles diseminados en los diversos reinos de estas islas, ascendió a doscientos mil. Empero Taicosama abrió la era de las persecuciones en 1596. En esta primera persecución general obtuvieron la palma del martirio veintiséis cristianos que murieron crucificados en Nagasaki, el 5 de Febrero del año 1597. (Entre esos mártires figura en primer término el glorioso mexicano San Felipe de Jesús, canonizado por S. S. Pío IX el día 8 de Junio de 1862. N. d. T.). Su muerte fue seguida de algún reposo, de suerte que, según las relaciones de los misioneros de la Compañía de Jesús, en los ocho años siguientes, se convirtieron y fueron bautizados hasta doscientos cuatro mil infieles.

Después de la muerte de Taicosama, Daifusama, tutor de Findeiori, heredero legítimo de la corona, se apoderó del poder, y con el terror de sus armas avasalló a todos los príncipes del Japón. Este emperador no se manifestó de luego a luego enemigo de los cristianos, y hasta parecía que les era favorable; pero desde que se vio sólidamente sentado sobre el trono, se declaró abiertamente su perseguidor. En el año de 1614, después de haber arrojado de su corte, y despojado de sus bienes a los príncipes y señores cristianos, publicó un edicto en todo el Japón, según el cual, inmediatamente debían ser arrasadas las Iglesias, las casas religiosas, los hospitales y otros lugares semejantes; debían ser quemadas las Cruces, las imágenes de los santos, y todos los libros que tratasen de religión. Los ministros del Evangelio eran obligados a salir del país en un término dado; y todos los que profesasen la ley de Jesucristo debían abandonarla, y profesar de nuevo el culto de los dioses del imperio. El que resistiese o fuese contumaz seria condenado irremisiblemente a perder sus bienes y la vida; su casa seria arrasada y destruida su familia. La misma pena se hacía extensiva a todo el que diese asilo a los sacerdotes y a los cristianos, y aun a los que teniendo conocimiento del hecho no le denunciasen. Xongun, su hijo, y Toxongun, su nieto, que uno después de otro le sucedieron, confirmaron estas leyes, y aun añadieron algunas todavía más crueles.

Esta persecución duró más, de treinta años, y terminó por arruinar casi enteramente esta floreciente cristiandad. A medida que los tiranos inventaban los suplicios más bárbaros, los fieles manifestaban un más grande valor para soportarlos. Fue cosa muy común aplastar al mártir a golpes dados con una maza, cortarle las carnes con un hierro ardiendo, suspenderle de una cruz, y hundirle media cabeza. Los verdugos añadían a esto unos increíbles refinamientos de barbarie: arrancaban al paciente con unas tenazas la piel, los miembros, los músculos y los nervios; les cortaban las carnes en muy pequeños fragmentos, con cuchillos sin afilar; hundían desnudos a unos en agua helada hasta que perdían el calor vital, quemaban a otros a fuego lento por espacio de dos o tres horas; a estos se les colgaba de los pies durante muchos días, teniendo la cabeza hundida en una fosa infecta; y a aquellos se les sumergía poco a poco en aguas sulfurosas é hirvientes que corrompían la carne, la llenaban de gusanos, y vivos aun, les convertían en cadáveres.

Pero, a pesar de estos horribles tormentos, los cristianos ofrecían el maravilloso espectáculo de un valor superior a toda prueba. Se les veía prepararse al martirio, considerándose felices si llegaban a sacrificar su vida por la ley de Jesucristo. Y no solamente las clases inferiores y los hombres robustos o valerosos daban estos ejemplos de intrepidez; también los dieron hombres nobles que pertenecían a familias reales, y que habían sido educados en medio de las comodidades y las delicias de la vida; mujeres de avanzada edad, jóvenes delicadas, y hasta los mismos niños.

A la cabeza de esta noble carrera marchaban los ministros de Dios, los predicadores del Evangelio que de Italia, España, Portugal y México habían ido al Japón para ganar almas a Jesucristo, y procurarse después de infinitas fatigas, un tan doloroso martirio. Estos apóstoles pertenecían a las órdenes religiosas de Santo Domingo, de San Francisco, de San Agustín y de la Compañía de Jesús; y entre ellos había muchos que eran singularmente recomendables por la nobleza de su sangre, por su eminente saber, y sobre todo, por el heroísmo de sus virtudes, y por los penosos trabajos de su apostolado. Además, todos, tanto los religiosos como los laicos, mismo los japoneses que los extranjeros, los cristianos, en fin, más o menos antiguos, lejos de espantarse a vista de los tormentos, corrían digámoslo así como a encontrarlos. Se les veía que con apresuramiento se hacían inscribir en el número de los condenados a muerte, y entonces seguros de morir por Jesucristo, se adornaban con sus mejores vestidos, comparecían ante los jueces con alegría é intrepidez, les respondían con santo atrevimiento, daban las gracias a sus verdugos, y desde lo alto de la cruz, predicaban y cantaban alabanzas a Dios en medio de las llamas. Se vieron hasta las mismas madres ofrecer a sus hijos a la muerte, y luego pedir para ellas los más grandes suplicios.

Estas admirables maravillas han sido milagros evidentes de la gracia divina, semejantes a los que Dios obró en los mártires de la primitiva Iglesia en confirmación de nuestra fe. Por lo mismo los escritores de la historia eclesiástica y los apologistas de la religión, no vacilarán en presentar, como prueba de la divinidad del catolicismo, la constancia de los mártires del Japón.

La persecución hizo muchos millares de mártires de uno y otro sexo; pero no ha sido posible recoger sobre todos las informaciones jurídicas. Y como los procesos verbales tuvieron que hacerse fuera del Japón, en Manila capital de las Filipinas, en Macao ciudad de China, y en Madrid corte de España, solo pudieron recibirse las deposiciones de los Japoneses desterrados, y de los comerciantes portugueses y españoles. Por otra parte, ellos no habían podido ser testigos oculares, o al menos estar instruidos con ciencia cierta de la muerte de todas estas heroicas víctimas de la fe. Sin embargo, sus deposiciones comprehendían a más de doscientos mártires; y ha sido una particular providencia de Dios, que pudieran reunirse fuera del Japón, más de ochenta testimonios dados, tanto por testigos oculares, como auriculares, que se habían procurado, mientras estuvieron en el Japón, unas relaciones exactas de estas muertes gloriosas. De estos testimonios contenidos en los procesos verbales; de las relaciones auténticas enviadas a Europa desde aquella época, por los obispos del Japón o os administradores de este obispado; de las historias contemporáneas, y especialmente del Padre Daniel Bartoli, es de donde extractaremos, ora palabra por palabra, ora en compendio, las relaciones separadas de los martirios que nos limitamos a publicar para la edificación de los fieles. Fácil cosa seria extenderse sobre la vida, las virtudes y las fatigas de un gran número de estos bienaventurados mártires, sobre todo de los que fueron sacerdotes; pero preferimos ser cortos. Mas si se desea saber mayores pormenores, puede satisfacerse este deseo consultando las voluminosas historias que han escrito Daniel Bartoli, Juan Crasset, Melchor Manzano, Tiburcio Navarro, Francisco Macedo, Jacobo  Aduarte y otros autores.

Vivimos en unos tiempos bien calamitosos para la Iglesia de Jesucristo. La persecución suscitada por sus enemigos, ¿no es, bajo más de un respecto comparable a la de Daifusama y otros emperadores del Japón? ¿No vemos a los impíos combatir de todas maneras a la Iglesia católica y a su fe? Pero no lo dudemos, la fuerza del ejemplo, y la protección eficaz de nuestros mártires servirán a un gran número de cristianos, para mantenerse en guarda contra las emboscadas del impío, y permanecer fieles en la práctica de esta religión, única que nos conduce a la salud eterna.

No hay comentarios: