CAPITULO
XXXIV.
Condición
los doscientos cinco mártires. Destrucción de la cristiandad del Japón. Esperanzas
para el porvenir.
En
todo lo antecedente hemos dado, con objeto de edificar a los fieles, las
relaciones sucintas de treinta y dos martirios, según el orden de los tiempos
en que tuvieron lugar, extractadas de memorias auténticas, y de testimonios
confirmados con la fe del juramento. Estas relaciones reunidas contienen los
martirios de doscientos cinco confesores de la fe de Jesucristo, consumados con
diversos géneros de muerte en odio y por la defensa de fe católica. Según el
catálogo presentado a los jueces apostólicos en Manila y en Macao por los
procuradores de las cuatro Ordenes religiosas, pertenecen a los Padres
dominicos, veintiún religiosos sacerdotes, clérigos y legos, y veinticuatro
seculares tanto del Tercer Orden, como sirvientes de los Padres: a la Orden de
San Francisco pertenecen diez y ocho religiosos presbíteros, clérigos y legos,
y once seculares del Tercer Orden; y los ermitaños de San Agustín, cinco
sacerdotes y seis seglares terceros; finalmente, a la Compañía de Jesús,
pertenecen treinta y tres religiosos sacerdotes, escolares y hermanos
coadjutores con siete catequistas y diversos huéspedes y domésticos.
Muchos
otros mártires seculares de los dos sexos no pueden clasificarse así, ni
atribuirlos a quien tenga derecho, porque estos buenos cristianos, deseando
santificarse más y más, se afiliaban sucesivamente en muchas Ordenes y
cofradías como son la del Santo Rosario, del Cinto, de las Sagradas Llagas, y
las Congregaciones en honor de la Virgen Santísima, de San Francisco Javier, de
San Ignacio otras muchas que los misioneros establecían como otras tantas escuelas
de piedad y de perfección cristiana.
Aunque
nuestras relaciones solo lleguen al año de 1632, no por eso hemos de creer que
la persecución cesó en esta época, y que ya no hubo mártires en el Japón. Desde
1633 a 1646, además de cien cristianos seglares, se cuentan siete religiosos de
Santo Domingo, dos de San Francisco, otros dos agustinos, y cuarenta y tres de la
Compañía de Jesús, muertos a fuego lento, o con el tormento horrible de la
tosa. Estos fueron los últimos que permanecieron o que pudieron penetrar al Japón;
pues las intrigas de los holandeses y de los ingleses, tanto los españoles como
los portugueses, fueron excluidos de todo comercio con este país, en virtud de
un edicto de perpetuo destierro. Además, el emperador publicó una ley,
ordenando bajo pena de muerte, a todos los súbditos del imperio, que llevasen
al cuello visiblemente una imagen de cualquier ídolo; y todos los extranjeros,
que no saltasen a tierra en ninguno de sus puertos, sin hollar al momento con
los pies un crucifijo, como una protesta de que nada tenían de común con la ley
y el Dios de los cristianos. De esta suerte quedó cerrada la puerta a los
misioneros católicos, y la cristiandad fue enteramente destruida. ¡Espantoso
ejemplo: y tal vez único en la historia eclesiástica, el de una Iglesia
numerosa, floreciente, y regada con la sangre de muchos mártires, que ha
desaparecido por una secreta y adorable permisión de Dios!
Pero
esa sangre vive, como la semilla arrojada debajo de la tierra, y a su tiempo deberá
germinar y dar sus frutos en abundancia. Si, día llegará para el Japón, como ha
sucedido en el resto del mundo, en que la sangre de tantos centenares de
mártires japoneses y europeos, derramada sobre ese desgraciado país, se
reanime, cuando Dios por los ruegos de sus mártires, incline sobre él sus ojos
misericordiosos, y haga que de nuevo brille en él la luz del Evangelio. Tenemos
ya indicios y hasta puede decirse, pruebas de esta cercana resurrección: de muchas fuentes nos vienen noticias
confirmadas por personas de autoridad, como testigos oculares, de que muchos
japoneses guardan en su corazón los principios de la fe católica, y que aún
conservan el uso del bautismo; que además, tienen siempre en gran veneración el
Santo Monte de los Mártires de Nagasaki, y que en las casas particulares, por
diversas partes se ven algunos signos de la religión cristiana.
Por
otra parte, la solemne canonización de los primeros veintiséis mártires del Japón,
según consta de cartas recientes de los Vicarios apostólicos de Corea y de la
China, ha excitado un movimiento religioso en algunas poblaciones del Japón,
que se han abocado con los misioneros católicos, pidiéndoles con ansia noticias
de Roma y del Vicario de Jesucristo. ¿Qué pues, no hará a su vez esta nueva
glorificación de estos otros mártires, cuya mayor parte se compone de japoneses
de toda condición, de toda edad y todo sexo?
La
causa de estos mártires se había introducido en los tiempos pasados, y
planteado con buen suceso; y estaba tan cerca de una conclusión favorable, que
la ilustre familia Spínola, había preparado en Génova una suntuosa capilla
adornada con los más bellos mármoles para dedicarla al culto del bienaventurado
Carlos Spínola, su pariente. Después no se sabe por qué motivo, esa causa fue
abandonada y cayó en el olvido por cerca de dos siglos; pero resucitada con
celo en estos años últimos, y conducida felizmente a su término, por la
benevolencia del Soberano Pontífice Pio IX, ella será, sin duda como una nueva
luz que disipe las tinieblas de la idolatría en ese desgraciado imperio. No, no
ha sido sin una particular disposición de Dios, que en tan pocos años, y según
todas las fórmulas establecidas, hayan tenido lugar la canonización solemne de veintiséis
mártires del Japón, y la solemne beatificación de otros doscientos cinco
mártires de la misma comarca.
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